«Cuando la mentira parece verdad, nace la calumnia» – Alda Merini (1931-2009)
REPARACIÓN DEL DAÑO MORAL
Cualquier persona, empresa, colectivo u organización que se haya visto en la tesitura de plantearse si reclamar una reparación económica por los daños de imagen, reputacionales o por la lesión de su honor, se habrá encontrado invariablemente con las advertencias, y frecuente frustración, de sus abogados cuando le explican la tremenda dificultad de cuantificarlos.
Y es que por sorprendente que parezca, el daño moral, aún cuando tenga acogida en nuestro ordenamiento jurídico desde hace décadas y sean muchos los pronunciamientos de los tribunales al respecto, sigue careciendo de un baremo o medida adecuada para traducirlo a compensación económica concreta. Y quizá es comprensible que así sea.
Fijar de manera apriorística y objetiva un quantum indemnizatorio (como ocurre por ejemplo en las lesiones corporales, psíquicas y en el fallecimiento) facilitaría las cosas, pero no por ello se conseguiría un reflejo preciso y justo del impacto que en la reputación de una persona o en el prestigio de una marca puede tener la difusión de información incorrecta o difamatoria.
El Tribunal Supremo es inamovible en que el perjudicado tiene derecho a la “reparación integral del daño”, entre los que incluye los morales.
LA CUESTIONE ES: ¿CÓMO SE MIDE?
Y precisamente por esa dificultad, es frecuente ver que en muchos litigios en los que se persigue reparar la imagen dolosamente dañada de un profesional, una empresa, una marca o un colectivo, como consecuencia de informaciones difundidas que atentan contra su honor, imagen y reputación, se tiende a descargar el mayor peso probatorio en el nivel de prestigio que la víctima tenía antes de que nada ocurriera: es decir, utilizando la situación preexistente como contraste imaginable a la menor reputación que pueda tener después.
Pongamos un ejemplo:
Supongamos que a una conocida marca de joyería se le acusara de falsear las aleaciones de sus productos, de tal forma que así produjese un engaño en su clientela y en el mercado, consiguiendo abaratar los costes de producción de sus artículos. La difusión de esa información por múltiples medios de comunicación (televisión, radio, prensa y redes sociales) haría llegar rápidamente al público general las supuestas maldades cometidas por esa empresa. Por desgracia, el desenlace positivo de este caso, una vez sentenciado que la acusación era falsa o inconsistente, difícilmente podría restituir el prestigio perdido. En la mayoría de las veces, incluso tienen poco eco mediático. Lo bueno vende menos que lo malo.
Mientras no contemos con un baremo adecuado para traducir a dinero esos daños (y por muy afinado que fuese siempre sería insuficiente), existirá cualquiera de las dos tentaciones siguientes:
La primera, tomar como punto de partida la larga e impecable trayectoria de la empresa durante varias generaciones, los logros conseguidos, los mercados mundiales a los que llegó y la notoriedad de su marca. Pero siendo esto útil, ¿ acaso nos llevaría al punto final de poder cuantificar el daño reputacional ? ¿ o solamente tendríamos una de las dos partes de la ecuación resuelta ?. Volveríamos al punto de partida de determinar “cuánto dinero ha supuesto ese menoscabo de la reputación”.
Como segunda alternativa, se intentaría medir la difusión que la noticia del caso tuvo a nivel general, para así hacer igualmente una estimación del resarcimiento a tanto alzado.
El primer impulso, obviamente, sería acudir a Google y ver cuántas noticias hablaron de la falsa acusación que en su día fue noticia, donde se nos indicará también en qué medios de comunicación fue publicada. Más aún, podríamos recabar los índices de lectura y de radio o telespectadores que un determinado espacio tuvo, a través de los indicadores de mercado y audiencias que, por ejemplo, proporciona la AIMC (Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación), a través de su conocida EGM o Estudio General de Medios.
¿SERÍA ESO SUFICIENTE PARA SABER EL IMPACTO MEDIÁTICO QUE TUVO?
Parece lógico pensar que no. Sobre todo, porque por muy adecuada que sea esa herramienta para otros usos, no deja de utilizar métodos estadísticos basados en un muestreo, por lo que, si acaso, nos proporcionaría información acerca de si el espacio radiofónico, televisivo o de prensa, tuvo tal o cual audiencia estimada o seguimiento. Pero dejaría fuera, en todo caso, el impacto que la noticia en concreto tuvo en el público general dentro de ese informativo y por supuesto a través de redes sociales.
Según datos de Google, el 42 % de la problación mundial utiliza algún tipo de ellas, o lo que es lo mismo, más de 3.000 millones de personas repartidas por todo el mundo. Es decir, la noticia puede expandirse por el mero funcionamiento de la asociación de términos, incluso hasta llegar a personas que a priori no hubieran tenido nunca ningún interés en ella. Simplemente porque pasan de terminal a terminal.
Nos encontramos entonces con que la noticia de la falsa imputación que tanto daño hizo a aquella marca, ha podido circular a través de medios de comunicación, blogs, foros, salas de chat o simplemente de usuario a usuario, reenviándosela unos a otros, de una manera exponencial hasta un número incalculable.
Es ahí donde los avances tecnológicos tienen necesariamente que aliarse con la defensa legal para enfocar, con una razonable precisión, el alcance de un bulo o una noticia dañina. Los tribunales se basarán, como es su norma, en las pruebas aportadas, sin que podamos pedirles más, y sobre ellas sí podrán fijar indemnizaciones más acordes con la difusión real de una noticia falsa que dañe el honor, la imagen o la reputación.
La alianza entre la inteligencia de riesgos, el Big Data y la defensa legal sí permite tal cosa, y será cada vez más aconsejable que los abogados dedicados a esta rama del Derecho incorporen esas herramientas para poder ofrecer una cuantificación más realista y que se aproxime lo más posible al impacto mediático real, y no solo estimado.
La utilización de Big Data junto con estas herramientas de inteligencia, impensables hasta hace muy pocos años, deben ser aportadas a la estrategia de defensa legal
Actualmente algunas compañías ya sirven de soporte a estos servicios legales y aplican métodos de inteligencia capaces de:
- Filtrar o discriminar por gravedad o grado de lesividad en la redacción del mensaje o “polaridad del mensaje”, es decir, si la manera de exponerla puede causar un impacto positivo, neutro o marcadamente negativo. Por tanto, se detectan también sesgos y asociaciones con términos negativos equivalentes: no es lo mismo decir que la empresa X fue investigada por sospechas sobre la aleación de sus productos, que presentarla directamente como una estafa a sus clientes. De igual forma, la localización dentro de la publicación, la utilización de unos términos más o menos agresivos o la cita de supuestas fuentes de origen de la noticia pueden incrementar la gravedad del mensaje (por ejemplo, parece más verosímil si la noticia comienza con un “fuentes de la investigación informan…”)
- Los medios que se interesaron por primera de la noticia, precisamente por el sensacionalismo de la misma, y que por tanto no solían mostrar interés en ese mercado o empresa anteriormente.
- Fechas, localizaciones y horas de picos de búsqueda de información sobre el perjudicado, en relación con otras informaciones recientes o simultaneas ajenas al caso, que determinan en definitiva una exposición anómala (en este caso negativa) de la reputación del interesado.
- Zonas geográficas de todo el mundo donde la noticia ha causado más impacto en el público. Este dato puede ser muy relevante si dichas zonas coinciden con áreas donde el perjudicado tiene intereses comerciales o profesionales, frente a otras que le puedan resultar más indiferentes, y por tanto pueden permitir aventurar una mayor dificultad y esfuerzo para recomponer la imagen o reputación en esa zona.
- El riesgo de que la noticia difamatoria, por el propio funcionamiento de retroalimentación del algoritmo, quede permanentemente asociada en el futuro al nombre de la marca o persona, cuando se teclee en el buscador. Así por ejemplo, la palabra “alteración”, usada en una búsqueda iniciada por otros motivos, podría asociarse en alguno de los resultados con la noticia que haya afectado a la empresa de joyería que tomamos como ejemplo.
La utilización de Big Data junto con estas herramientas de inteligencia, impensables hasta hace muy pocos años, deben ser aportadas a la estrategia de planificación, defensa y cuantificación de los intereses indemnizatorios frente a una reclamación por daño reputacional. Tratándose de una prueba científica, su eficacia (como toda prueba) podría rebatirse en todo caso por una prueba contradictoria de idéntica profundidad y objetividad que indicase otros resultados. Ello nos lleva a pensar, por tanto, que se convierten en pruebas irrefutables.
Corresponderá a los tribunales de Justicia ir conociendo, a través de los casos que se le planteen, planteamientos de resarcimientos por daños al honor, a la imagen y a la reputación de personas, marcas y organizaciones con parámetros bien distintos a los usados hasta ahora pero más adecuados a nuestros tiempos de tecnología y rapidez en la difusión de los mensajes.
Y ello se traducirá en una mejor cuantificación de algo, ya de por sí tan intangible, como el daño moral.
Artículo elaborado por Javier De la Vega. Abogado
ESTUDIO JURIDÍCO DE LA VEGA & ASOCIADOS tiene como Partner estratégico a la compañía CYRITY especialista en inteligencia de riesgos, detección y análisis de amenazas digitales.
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