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La LOMLOE: cuando lo insensible se convierte en ilegal

La libertad no significa nada, a menos que signifique la libertad de ser diferente” – Marty Rubin

 

LA LOMLOE: CUANDO LO INSENSIBLE SE CONVIERTE EN ILEGAL

Que se legisla mal no es nuevo. De aquellas leyes que venía precedidas de meses o años de estudio y preparación, consultas a los mejores expertos en la materia, y sobre todo, hechas para perdurar, nada queda. Las leyes, y especialmente las que permiten dejar una impronta ideológica, son ya un instrumento cortoplacista, de imagen y propaganda, hechas más para contentar a los que sostuvieron al gobernante de turno que para atender al bien común.

La polémica suscitada recientemente a raíz de la enésima ley de educación, la llamada LOMLOE, quizá tenga una mayor justificación que otras veces. No ya solo por el atajo oportunista para su tramitación (será la primera ley de ámbito e interés general aprobada durante un estado de alarma), sino por lo que sin decir, dice, y por lo que queriendo esconder, enseña.

La LOMLOE, será la primera ley de ámbito e interés general aprobada durante un estado de alarma.

Y es que formar parte de eso que llamamos el concierto internacional, además de para pasear a nuestros gobernantes en multitud de foros y eventos internacionales, tiene sus servidumbres. Una de ellas es que estamos sujetos a un conjunto de normas internacionales, a las que en su día nos adherimos, que no son objetos de adorno. Existen y son invocables por el ciudadano ante los tribunales. No son principios para enmarcar en un despacho; son leyes, rigen, y la Constitución les otorga su rango específico.

De entre las modificaciones de evidente sustrato ideológico pero inexistente fundamento pedagógico, se encuentra la inoculación en vena y como principio inspirador de la llamada “inclusión educativa” (art.4) , especialmente grave para aquellos niños (en breve llamados población infantil) necesitados de educación y cuidados especiales por padecer algún tipo de minusvalía física, psíquica, sensorial o de comportamiento.

La comprensible desesperación de los padres (quizá pasarán a ser población progenitorial) se sustenta en la Disposición Adicional 4ª, que en una ambigüedad calculada, dispone que en 10 años los colegios ordinarios deberán acoger a los niños con necesidad de educación especial. Eso sí, “en las mejores condiciones”, solo faltaba. Los centros especiales quedarán, según la nueva Ley, para atender solamente a los alumnos que requieran una atención “muy especializada”. La ambigüedad semántica no es tal: el dogma de la “inclusión” explica por sí solo cuál es el objetivo que se persigue.

De todo ello, nos tememos que por la simple razón de matar moscas a cañonazos y acabar con los centros especiales privados (concertados o no), lo que no importa, es si el trasvase de estos niños a centros que no reúnen las condiciones les perjudicará. Lo que cuenta es que estarán bajo el paraguas cuasi-sacro de “lo público”, y en teórica (y desde luego muy erróneamente) en una fingida igualdad e inclusión. Porque importa el gesto, no la consecuencia.

No es éste el ámbito, ni el que suscribe el especialista, adecuado para tratar una materia tan sensible desde el prisma técnico, pero sí para poner de manifiesto, a vuelapluma, la incompatibilidad con normas legales vigentes en nuestro ordenamiento, por vía de la participación de España en tratados internacionales, que no son meros principios inspiradores o criterios orientadores, sino leyes en un rango jerárquico solo superado por las de rango constitucional.

Es decir, ley pura y dura y por tanto de obligado cumplimiento, por el centro en cuestión, la administración local más cercana, la autonómica y la central del Estado. Y los jueces y tribunales, para tener que aplicarla ante cualquier ciudadano que quiera invocar su aplicación o su violación.

Los tratados internacionales no son meros principios inspiradores. Son leyes con rango jerárquico solo superado por la Constitución

Dando un rápido repaso a esos tratados internacionales, nos encontramos con el que parcial e interesadamente cita la propia LOMLOE: la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad, de 13 de diciembre de 2006, en vigor en España desde el 3 de mayo de 2008. En su artículo 24.2.e) dice:

Los Estados partes aseguran que:

  1. e) Se faciliten medidas de apoyo personalizadas y efectivas en entornos que fomenten al máximo el desarrollo académico y social, de conformidad con el objetivo de la plena inclusión.

 

¿ES ÉSTE MOTIVO LEGAL SUFICIENTE?

Pues como siempre ocurre cuando se cuentan medias verdades, no lo es.

En primer lugar, porque una norma hay que interpretarla en su conjunto, atendiendo a la totalidad de su articulado, a la ratio legis que llevó al legislador, y en este caso a los Estados parte bajo el auspicio de la ONU a crearla y adherirse a ella, y por último, al fin último que persigue, que obviamente es proporcionar una especial salvaguarda y protección al colectivo de niños necesitados de especial protección.

No hace falta ser un avezado jurista para entender que no se haría un convenio internacional de protección de niños con discapacidad cuya finalidad fuese, despreciando sus especiales necesidades, insertarlos sin más en el conjunto del sistema educativo.

Para ese viaje no harían falta estas alforjas. Máxime cuando a modo de “principio general” el propio articulo 3, d) ya impone El respeto por la diferencia y la aceptación de las personas con discapacidad como parte de la diversidad y la condición humanas.

El artículo 24, referido específicamente a la educación y como el resto del tratado en que torticeramente la LOMLOE dice basarse, no propicia en ningún momento la supresión de los métodos, herramientas, profesionales cualificados e instalaciones adecuadas a los alumnos con necesidades especiales. Lo que promueve, y con razón, es que todos ellos puedan incluirse en una vida social en paridad de derechos y oportunidades personales y profesionales, y a tal fin, exige a los Estados parte que en los centros pueda proporcionarse, por ejemplo: formación en Braille, escritura alternativa, otros modos de comunicación aumentativos o alternativos, habilidades de orientación y de movilidad, Iengua de señas y la promoción de la identidad lingüística de las personas sordas.

¿ES IMAGINABLE QUE UN CENTRO DE ENSEÑANZA ORIDINARIO SEA CAPAZ DE PROPORCIONAR TODOS ESTOS ELEMENTOS EN LA FORMACIÓN DEL NIÑO?

El concepto de inclusión que preside la Convención, al igual que otros tratados internacionales, no es la equiparación en su tratamiento, sino alentar a que los Estados promuevan que dichos niños no queden excluidos de los derechos, desarrollo, y aspiraciones sociales por el mero hecho de padecer una discapacidad. Inclusión como no discriminación, no como equiparación, y menos aún como pérdida de calidad específica.

Hay que tener en cuenta que la Convención ha sido ratificada a día de hoy por más de 165 países, entre los cuales se encuentran muchos de ellos con estándares jurídicos, educativos, sanitarios y asistenciales que distan mucho de los europeos o del mundo occidental.

En muchos de ellos, por motivos culturales e incluso religiosos, a la discapacidad se unen a veces factores de género, de edad o de etnia que conforman un cocktail discriminatorio que impide la inclusión en la sociedad. Pero es éste, y no otro, el único significado posible del término «inclusión». Cualquier otra forma o interpretación no hará sino ahondar, precisamente, en el efecto contrario.

El concepto de inclusión no equivale a igualdad de tratamiento, sino al derecho a prosperar individual y socialmente.

Otra cosa que olvida la LOMLOE, es que la Convención enlaza también con la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (publicada en el Diario Oficial de la Unión Europea el 30 de marzo de 2010), cuyo artículo 26 reconoce las medidas que aseguren al discapacitado su autonomía, integración social y profesional y participación en la vida de la comunidad. Todo ello, en el marco de la protección y los cuidados necesarios para su bienestar, de los que debe disfrutar todo niño.

Pero es que ya la Declaración Universal de los Derechos del retrasado mental de 1971 establecía el derecho a obtener atención médica, terapia psicológica, educación, rehabilitación y tutoría para desarrollar sus capacidades hacia el potencial máximo, así como a que se le proporcione un tutor cualificado cuando sea necesario para su bienestar.  La revisión posterior a través de la convención de 1975, de 9 de diciembre, en la misma línea, apuntaba a excluir cualquier forma de discriminación, no de diferenciación.

En 1991, la Asamblea General de Naciones Unidas adoptó los principios para la protección de personas con enfermedad mental y el desarrollo de la sanidad mental (res. 46/119 de 17 diciembre 1991). En ella, y entre otros, se establecía el derecho a examen y seguimiento médico y a la adecuación de instalaciones, una vez más, en lucha contra la discriminación por razón de su diferenciación como factor garante, precisamente, de su plena integración y desarrollo persona. Una vez más, “inclusión” en un sentido diametralmente opuesto al que ahora se le atribuye.

Surgirá la posibilidad de impugnar la nueva Ley y los actos que se deriven de ella ante los tribunales de Justicia.

Se aventura una batalla larga. Desgraciadamente no parece que vaya a ser posible un necesario debate en sede de las Cortes Generales, pero sí se abrirán vías posteriores para invocar y promover por algún grupo parlamentario (de al menos 50 diputados o senadores), por el Defensor del Pueblo o incluso por algún gobierno autonómico, el recurso de inconstitucionalidad.

A nivel particular, y siendo una norma que se nos antoja rebosante de ilegalidades al menos en esta materia tan sensible, surgirá la posibilidad de impugnar ante los tribunales de Justicia muchos actos que se deriven de ella.

Artículo elaborado por Javier De la Vega, Abogado.


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